No se puede decir que haya tenido una mala infancia, aunque tampoco fue idílica. Hijo primogénito de una familia de clase media alta, unos abuelos que me querían y unos tíos que de vez en cuando, preferían la compañía de mi hermana pequeña y de mí antes que ir a pasear con los amigos, cosa que para nuestras mentes infantiles era toda una fiesta cuando esto ocurría.
Mis padres no eran perfectos, (cuales los son); mi madre había sido educada de una manera férrea donde el temor a Dios y la sumisión al hombre era una forma de vida. Esa clase de educación había hecho de ella una persona que difícilmente demostraba sus sentimientos, incluso hacia sus propios hijos, cosa que, yo no lo sabía en aquel momento, iba a dejar una profunda mella en mi forma de ser.
Mi madre deseaba una niña y llegué yo. Mi padre, en fin, creo que no deseaba ni una cosa ni la otra. Vivía absorto en su trabajo el cual era el centro de su vida y no prestaba demasiada atención a los asuntos familiares de los cuales se ocupaba mi madre.
Mi padre, esposo fiel en el escenario de cara al público, buscaba por las noches aquello que no conseguía en casa mientras mi madre, con la expresión extasiada de un mártir que sabe que sus muchos sufrimientos le abrirían las puertas del Paraíso, resistía estoicamente las debilidades de su esposo para quien secretamente contrataba misas con el objeto de conseguir la salvación de su alma. Evidentemente ni mi hermana ni yo éramos conocedores en aquellos finales de los años 70 de estas cosas; fue días después de la muerte de mi padre, que mi madre, harta de escuchar lo buena persona y mejor esposo que era su marido, se desahogó con mi hermana poco antes de que yo terminara mi servicio militar y regresara a casa. Mi hermana me contó a mi vuelta algo que yo había intuido desde hacía años, y realmente no me ayudó en nada conocer ese detalle íntimo de mis padres habida cuenta de lo que yo estaba pasando en aquellos momentos como consecuencia de los dramáticos acontecimientos que me tocó vivir en las últimas semanas de mili.
Mis abuelos, tanto paternos como maternos, no creo que se diferenciaran del resto de abuelos de cualquier persona normal; eran, dentro de la rígida educación que habían recibido, unos abuelos amantísimos de sus nietos a los cuales les consentían todo aquello que escapaba al control de mi madre, que a decir verdad, eran pocas cosas.
De los cuatro, era a mi abuela paterna, Raquel, a la que yo tenía más cariño y por la cual sentía más afinidad. Con solo mirarnos se establecía una conexión especial entre nosotros que no pasaba inadvertida a mi hermana pequeña, y por lo cual sentía (me lo confesó años más tarde en el funeral de nuestra abuela), unos celos irresistibles.
Fue el recuerdo entrañable de mi abuela Raquel el que me ayudó en momentos puntuales de mi vida a mantener la cabeza a flote, aunque finalmente ni ella fue capaz de evitar que mi vida cayera en barrena casi una década después de terminar de una forma tan cruel el servicio militar.
De mis tíos, poco supe a partir de mi adolescencia; Federico y Alonso, hermanos de mi padre, se establecieron respectivamente en Paris y Suiza, y nuestros encuentros se redujeron a visitas ocasionales cuando en agosto regresaban a España a pasar las vacaciones de verano; encuentros que desaparecieron cuando el pequeño nexo de unión familiar que existía se esfumó inexorablemente a la muerte de mi abuelo.
Mi tía Soraya, hermana de mi padre, vivía en un convento de clausura en Valladolid y me escribía regularmente intentando, como ella solía decir, que volviera al seno de la Iglesia del que nunca debí salir. Esa pequeña cruzada que mantenía por la salvación de mi alma, lejos de molestarme, me agradaba, pues disfrutaba con el intercambio de correspondencia que manteníamos. Por desgracia, ese pequeño placer que yo tenía se acabó cuando mi tía enfermó de Alzheimer. Nunca fui a visitarla al convento por cobardía, pues no quería verla en aquel estado. Siempre me arrepentiré de no haberlo hecho.
Qué decir de mi tía Silvia… La única hermana de mi madre, nacida cuando mis abuelos maternos eran ya algo mayores, se convirtió en la oveja negra de la familia Segura-Ridruejo. Su marcado inconformismo y su profundo laicismo le hacían contrastar enormemente con las rígidas ideas religiosas de mis abuelos y de mi propia madre, la cual nunca se llevó bien con su hermana debido a su carácter “libertino” como ella solía calificarlo. Mucho tiempo después comprendí que, en realidad, mi madre envidiaba la frescura y libertad que, al menos en apariencia, irradiaba su hermana. Lejos estaba por aquel entonces de comprender que como casi todo el mundo, Silvia arrastraba sus pequeñas miserias las cuales lograba esconder bajo la careta de la despreocupación y la alegría permanente.
Fue mi tía Silvia, que solo era 10 años mayor que yo, la que me descubrió los secretos del sexo poco antes de comenzar mi servicio militar. Afortunadamente nadie supo nunca de nuestro primer y único encuentro pues hubiese supuesto la estocada final para la rígida mentalidad de mi madre. Lo cierto es que lo que para ella fue un acto de debilidad y despecho hacia un exnovio, dejó en mí una profunda marca la cual condicionaría mis futuras relaciones.